Conocí a Miqui en Granollers a principios de los años 80. Un chaval impecablemente vestido. Los vinilos bajo el brazo y, en la solapa del abrigo, cerca del corazón, las chapas de sus grupos favoritos. Dicen los expertos que es en el tránsito por la adolescencia cuando hacemos de la música un hecho trascendental. Nos acompaña en nuestro camino hacia el terreno de los adultos, documenta nuestra educación sentimental y, tras los días del desconcierto, hace de nosotros la persona que seremos en un futuro. Pasan los años y llegan las obligaciones, las declaraciones de la renta, el trabajo y su ausencia, la pareja y sus compromisos y, en ese devenir existencial, la música se convierte para muchos en un ruido que suena de fondo mientras se está haciendo otra cosa: al conducir camino a casa o en los pasillos de un centro comercial.
Afortunadamente para nosotros, en tipos como Miqui Puig encontramos la persona que lejos de romper sus ideales, ha depurado su maestría compositiva y, con cada una de sus nuevas canciones, es capaz de devolvernos un trozo de nuestro interior que creíamos perdido para siempre. Solo hay una cosa que parece dar sentido y continuidad al fluir de los años, los grupos, los proyectos, los triunfos y los fracasos de una carrera como la suya, y reside en una misma lealtad a uno mismo. Miqui ha sido fiel, como poca gente que haya tenido el placer de conocer, al sueño fundacional del adolescente que conocí hace más de 30 años. Decidió vivir su vida en sus canciones y, con una honestidad que sigue intacta, aquí está de nuevo: invitándonos a vivir nuestras vidas en esas mismas canciones".
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